La
publicación del Origen de las especies en 1859 puso patas arriba la Inglaterra
victoriana. El choque entre el nuevo evolucionismo (realmente para nada nuevo)
y las posiciones académicamente aceptadas (la teología natural de William Paley
o el creacionismo del carismático Georges Cuvier, avaladas por el fijismo del
gran naturalista sueco Carl Linneo) se hizo oír, y, rápidamente, a Darwin le
llovieron ataques por todos lados. El
opositor más fuerte en este primer momento fue el obispo anglicano de Oxford,
Samuel Wilberforce, quien no tardó en declarar que el darwinismo era
incompatible con la fe cristiana (exactamente como yo lo veo). Darwin, enfermo
y retirado a su casa en Downe (dejó las apariciones públicas a su bulldog
Huxley), no hizo caso a la mayoría de las críticas (sobre todo de las que le
llegaban desde ámbitos estrictamente religiosos) afirmando que él mismo era
capaz de hacérselas a su teoría mucho mejor. Sin embargo, hubo tres objeciones
que le preocuparon especialmente:
1. La función de los tipos
intermedios
2. La ausencia de tipos
intermedios
3. Los mecanismos de
herencia
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